fuente: elespectador.com
'Cuanto más listo es tu móvil más tonto te vuelves tú”. Cada mañana leo este lema sobre una pintada en un muro enfrente de mi terraza. A veces me pregunto si se trata de una ocurrencia panfletaria más. Pero lo cierto es que lo primero que oigo al comenzar el día es el despertador de mi celular; lo primero que miro no es mi rostro cansado en un espejo, sino la pantalla de 5,7 pulgadas para leer los mensajes nocturnos o los más madrugadores. Visito a continuación las webs de noticias mientras tomó café. Y ya no suelto el aparato en todo el día. Porque me hace de guía cuando me subo en el coche, me recuerda mis citas, me recomienda donde puedo comer o comprar, me permite ocupar el tiempo con algún juego en los tiempos muertos, me permite comunicarme sin el atosigamiento del contacto personal con mis compañeros de trabajo, mis amigos o mi familia a través del WhatsApp… y de vez en cuando incluso hago alguna llamada.
A los teléfonos listos a los que alude el grafiti les llaman smartphones, y han sustituido a cualquier otro sol como centro de nuestro universo sociológico, independientemente de dónde nos encontremos, en una comida familiar o viendo la televisión. No es de extrañar que se hayan convertido en la tecnología más popular de la historia pese a tener apenas cuatro décadas de vida, y la que más rápido se ha extendido por todo el mundo. En 1975, había 5.000 clientes de telefonía móvil en el planeta. Hoy hay 3.600 millones de usuarios con un móvil permanentemente en su mano o en su bolsillo, la mitad de la población mundial, y se espera que para 2020 se extienda a 4.600 millones de abonados, según las últimas estadísticas de GSMA, la organización mundial de operadores móviles.
En realidad, hay muchos más celulares que abonados porque los usuarios de los países más desarrollados disponen de varios. Así el número de tarjetas SIM alcanza los 7.100 millones (1,5 SIM por usuario). Ni la televisión ni la mucho más antigua imprenta de Gutenberg han llegado a poblaciones de África donde los lugareños ya realizan sus pagos con el móvil. Incluso en el África subsahariana, la región más atrasada tecnológicamente del mundo, más de uno de cada tres habitantes posee un móvil.
El smartphone es el artilugio universal. Cada año se venden 1.000 millones, desplazando a los terminales tontos, los que solo sirven poco más que para llamar y enviar mensajes. Este año la venta de teléfonos inteligentes superará tanto en ingresos como en unidades a todas las ventas en conjunto de PC, televisores, tabletas y videoconsolas, según la consultora Deloitte.
“Por más soñadores que fuéramos en esa época, nunca imaginamos que todas estas cosas llegarían a ser combinadas en una sola, y no estoy tan seguro de que sea algo tan bueno. Los teléfonos se han vuelto tan complicados, tan difíciles de usar, que uno se pregunta si fueron diseñados para gente real o para ingenieros”, dice Martin Cooper, el ingeniero que realizó la primera llamada por un móvil hace 42 años.
El aparato era un prototipo de Motorola DynaTac 8000X que pesaba 794 gramos, tenía 33 centímetros de altura y 8,9 centímetros de grosor. Este armatoste tardaba 10 horas en cargarse, sólo contaba con media hora de batería y su precio equivalente hoy sería de unos 7.200 euros. El iPhone 6 pesa 123 gramos, con 13,81 centímetros de altura y menos de un centímetro de grosor, y vale 699 euros.
Son aparatos renacentistas, multidisciplinares y a la vez objetos bellos. La presentaciones de los terminales de las grandes marcas como los iPhone de Apple o los Galaxy de Samsung tienen relevancia mundial, eclipsan a los desfiles de modelos y a los estrenos de cine y son seguidos por miles de fans en streaming o desde sus cuentas de Twitter o Instagram. Porque la gente se identifica con su teléfono.
“Todo el mundo tiene un teléfono móvil, pero no conozco a nadie al que le guste su móvil. Quiero hacer un teléfono que le encante a la gente”, decía Steve Jobs, el fundador de Apple, cuando cambió la historia del dispositivo con el lanzamiento del iPhone en 2007.
Y acertó. A la gente le chifla ahora su móvil, depende de él, una adicción que nos enclaustra en una burbuja de silencio, de apartamiento monacal, de ensimismamiento. Incluso se ha inventado una palabra (nomofobia) para designar el pánico que sentimos a salir de casa sin el celular en el bolsillo. Usamos la pantalla de nuestro smartphone y su auricular para filtrar el mundo exterior, un tamiz a nuestra medida.
Preferimos extraviar las llaves del piso o la cartera antes que nuestro teléfono; lo último que hacen tres de cada cuatro ciudadanos antes de irse a dormir es consultar su terminal, según encuestas de Ipsos y Ericsson Lab; un tercio de los españoles lo mira cada vez que tiene cinco minutos libres, y el 74% lo utiliza antes de hacer una compra (La sociedad de la información 2014, Fundación Telefónica).
“La actitud hacia el propio artefacto ha cambiado, y de ser un símbolo de estatus hace unos años, ha pasado a convertirse en una herramienta para organizar la vida diaria, o a ser un accesorio estándar de todos los ciudadanos, y una expresión de estilo personal y modo de vida”, apuntan Virpi Oksman y Pirjo Rautiainen, dos sociólogos finlandeses que han estudiado detenidamente el fenómeno de la dependencia del móvil.
Es nuestra conexión con el mundo. En España, se ha convertido ya en el principal tipo de acceso a Internet, superando al ADSL o al cable (INE). Gracias a las nuevas redes 4G-LTE se pueden descargar contenidos a una velocidad o ver vídeos con una calidad impensable apenas hace dos años. Y bajar miles de aplicaciones, las apps que nos hacen jugar con los caramelos de Candy Crush, nos sirven de mapa interactivo o miden nuestro esfuerzo cuando salimos a correr. En el mundo se bajan cada año más de 100.000 millones de aplicaciones (3,8 millones al día solo en España).
El smarpthone es la navaja suiza de nuestro tiempo. Sus pantallas se abren, se desdoblan y se convierten en otros aparatos —GPS, cámara fotográfica, vídeo, radio, mp3, televisor— a los que arrumba al olvido. Y hay quienes piensan, como el autor del grafiti del muro de enfrente de mi casa, que alguna vez también sustituirán a nuestro cerebro.
Éxitos fugaces
Nokia, del todo a la nada. El fabricante finlandés era una insignia nacional del país nórdico. En su mejor momento vendía siete de cada diez móviles que se comercializaban en el mundo. Su Nokia 1100, lanzado en 2003, aún ostenta el récord del modelo más vendido de la historia, con 250 millones de unidades. En 1999, se convirtió en la empresa europea con mayor valor en Bolsa, más de 200.000 millones de euros. Pero la llegada del iPhone y de los móviles que funcionan bajo Android marcó un declive vertiginoso. En 2013, fue comprada por Microsoft por 5.440 millones. Su logo desapareció de la carcasa y ahora se llaman Microsoft Lumia.
Blackberry, los ejecutivos no te olvidan. La marca canadiense fue la preferida de los ejecutivos por su facilidad para el manejo del correo electónico. Llegó a acaparar una cuota del 40% del mercado y había que pagar un suplemento por tener una línea Blackberry.Hoy tiene una cuota del 0,3% y está en venta.
Motorola, la pionera. El primer móviil de la historia llevaba la marca del fabricante estadounidense. Y se mantuvo entre los líderes con su teléfonos de “concha” como el Razr V3. En declive, Google la compró en 2012 por 12.500 millones de dólares y la vendió dos años después por la cuarta parte a la china Lenovo.
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