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viernes, 6 de marzo de 2009

Asimov-43. En muchas novelas de ciencia ficción se leen cosas sobre «campos de fuerza» e «hiperespacio». ¿Qué son? ¿Existen realmente?

Toda partícula subatómica da lugar a por lo menos una de cuatro clases distintas de influencias: la gravitatoria, la electromagnética, la nuclear débil y la nuclear fuerte. Cualquiera de ellas se extiende desde su fuente de origen en la forma de un «campo» que, en teoría, permea el universo entero. Los campos de un gran número de partículas juntas pueden sumar sus influencias y crear un campo resultante muy intenso. El campo gravitatorio es, con mucho, el más débil de los cuatro, pero el del Sol (cuerpo compuesto por un número enorme de partículas) es muy fuerte, precisamente por la razón anterior.
Dos partículas colocadas dentro de un campo pueden moverse al encuentro una de otra o alejarse entre sí, según sea la naturaleza de las partículas y del campo; y además lo harán con una aceleración que depende de la distancia entre ambas. La interpretación que se suele dar a estas aceleraciones es que están producidas por «fuerzas», con lo cual se habla de «campos de fuerza». En este sentido, existen realmente.
Ahora bien, los campos de fuerza que conocemos tienen siempre por origen la materia y no existen en ausencia de ella, mientras que en los relatos de ciencia-ficción es a veces muy útil imaginar la construcción de intensos campos de fuerza sin materia. El novelista puede así convertir una sección del vacío en una barrera contra partículas y radiación. ¡Igual que si fuese una lámina de acero de seis pies de espesor. Tendría todas las fuerzas interatómicas, pero ninguno de los átomos que las crean. Esos «campos de fuerza libres de materias» son un recurso muy útil de la ciencia-ficción, pero sin base alguna en la ciencia actual.
El «hiperespacio» es otro recurso útil de la ciencia-ficción: un artificio para burlar la barrera de la velocidad de la luz.
Para ver cómo funciona, pensad en una hoja de papel plana y muy grande, en la que hay dos puntos a seis pies uno de otro. Imaginad ahora un lentísimo caracol que sólo pueda caminar un pie a la hora. Está claro que tardará seis horas en pasar de un punto al otro.
Pero suponed que cogemos ahora esa hoja de papel, que en esencia es bidimensional, y la doblamos por la tercera dimensión, poniendo casi en contacto los dos puntos. Si la distancia es ahora de sólo una décima de pulgada y si el caracol es capaz de cruzar de algún modo el espacio que queda entre los dos trozos de papel así doblados, podrá pasar de un punto a otro en medio minuto exactamente.
Vayamos ahora con la analogía. Si tenemos dos estrellas que distan cincuenta años-luz entre sí, una nave espacial que vuele a la máxima velocidad (la de la luz) tardará cincuenta años en ir de una a otra (referidos a alguien que se encuentre en cualquiera de estos dos sistemas estelares). Todo esto crea numerosas complicaciones, pero los escritores de ciencia-ficción han descubierto un modo de simplificar los argumentos, y es pretender que la estructura del espacio (en esencia tridimensional) puede doblarse por una cuarta dimensión espacial, dejando así entre las dos estrellas un vano cuadridimensional muy pequeño. La nave cruza entonces ese estrecho y se presenta en la estrella en un santiamén.
Los matemáticos acostumbran a hablar de los objetos de cuatro dimensiones como si se tratara de objetos análogos tridimensionales y añadiendo luego el prefijo «hiper», palabra griega que significa «por encima de», «más allá de». Un objeto cuya superficie dista lo mismo del centro en las cuatro dimensiones es una «hiperesfera». Y de la misma manera podemos obtener el «hipertetraedro», el «hipercubo» y el «hiperelipsoide». Con este convenio podemos llamar «hiperespacio» a ese vano cuadridimensional entre las estrellas.
Pero ¡viva el cielo!, que por muy útil que le sea al escritor de ciencia-ficción el hiperespacio, nada hay en la ciencia actual que demuestre la existencia de tal cosa, salvo como abstracción matemática.

Referencia: 100 Preguntas Básicas sobre la Ciencia, © 1973 by Isaac Asimov