Por Héctor de Mauleón
fuente EL UNIVERSAL y Yahoo Mexico.
Juan de O’Donojú
En Tacuba 65, entre Palma e Isabel la Católica, se yergue un palacio de tezontle cuyos bajos han sido asaltados por zapaterías, tiendas de ropa y perfumerías. Los rótulos —Bandolino, D’Vargas, Mishka, Fraiche, Zapaterías León—, así como una fila de arbolillos sembrados en la banqueta, ocultan la belleza desnuda del edificio: la ciudad de los palacios no es hoy más que una serie de calles abiertas al consumo.
Sin embargo, cuando esa marejada de signos distractores permite a los peatones levantar la cabeza, aparece como de golpe un portento del siglo XVIII, un caserón que sólo pudo ser habitado por nobles, por condes, por virreyes.
En ese sitio vivió doña Josefa Sánchez Barriga, la última virreina de la Nueva España.
En ese sitio se tejió una de las historias más trágicas, más sórdidas y más olvidadas de la historia de México. No está mal pensar en ella mientras uno se prueba unos zapatos.
Que doña Josefa Sánchez Barriga fue la última virreina de la Nueva España es un decir, porque, cuando ella desembarcó en Veracruz en compañía de su esposo, don Juan de O’Donojú, el país se hallaba incendiado por la guerra y las Cortes de Cádiz acababan de suprimir los virreinatos.
O’Donojú estaba destinado a ser un personaje infortunado. A sólo un mes de que aceptara firmar el acta de Independencia y de que entrara marchando con el Ejército Trigarante a la ciudad de México, murió repentinamente, a) a consecuencia de una pleuresía; b) envenenado por Agustín de Iturbide, según apunta Carlos María de Bustamante.
Su mujer, que había llegado para ser virreina, de pronto se encontró completamente sola. No podía volver a España porque Fernando VII había declarado traidor a su marido (“Lo envié a que me conservase esos reinos, no a que los diese a los enemigos de la Corona”) y en su cólera había proscrito, también, a su familia entera.
Aunque Iturbide le destinó una pensión de mil pesos mensuales —en pago por los servicios que su esposo había prestado a la Independencia—, la abdicación de éste a la corona imperial hizo que aquel pago se suspendiera.
El país quedó en bancarrota. Se sucedieron las revoluciones, las asonadas, los pronunciamientos. En medio de la orgía de sangre, nadie volvió a pensar en la virreina fallida.
Hacia 1930 Joaquín Meade y Trápaga halló en el Archivo General de la Nación un paquete de cartas que habían pertenecido a la virreina. Encontró también los documentos del juicio de desalojo que se siguió a doña Josefa cuando dejó de pagar la renta del palacio de Tacuba 65.
Durante 12 largos años, la mujer se había sostenido vendiendo sus muebles, sus trajes, sus joyas. En 1833 sus arcas estaban exhaustas, y a ella la había alcanzado el hambre.
A través del distinguido Lucas Alamán, el dueño de la propiedad, que no era otro que el duque de Monteleone, le presentó una demanda por la cantidad de 2 mil 387 pesos.
Como no pudo pagar, fue arrojada a la calle. En 1838, un antiguo combatiente de la Independencia, el general Mariano Michelena, formó parte del gabinete de Anastasio Bustamante. Michelena se condolió de la suerte de doña Josefa, le envió seis pesos con un criado, y prometió conseguir que le pagaran una pensión rebajada (500 pesos mensuales).
“¡Ojalá se pueda conseguir! —le escribió ella— Los quinientos pesos me sacarán del cruel purgatorio en que me hallo padeciendo tanto tiempo hace”. El estado de la hacienda pública era tan ruinoso que no permitía que se pagara siquiera el sueldo de los empleados.
Los 500 pesos no llegaron nunca y la viuda de O’Donojú tuvo que peregrinar de casa en casa, y de cuarto en cuarto.
Su antiguo rango le autorizaba algunas consideraciones por parte de los propietarios. Pero éstas se iban apagando a medida que las deudas crecían.
El 20 de agosto de 1842, Carlos María de Bustamante anotó en su diario: “Murió víctima de indigencia la señora María Josefa Sánchez de O’Donojú, la cual subió a tal punto que hubo días en que sólo se alimentó con café”.
O’Donojú, tercer firmante del acta de Independencia, fue olvidado pronto. Con la misma rapidez, la ciudad borró al fantasma de su viuda. En este tramo de Tacuba, sólo hay fragancias: una ciudad que huele a perfume.
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