Poco después de 1800 se sugirió que la materia consistía en pequeñas unidades llamadas «átomos». Poco después de 1900 se aceptó que la energía constaba de pequeñas unidades llamadas «cuantos». Pues bien, ¿hay alguna otra magnitud común que venga en pequeñas unidades fijas? ¿El tiempo, por ejemplo?
Hay dos maneras de encontrar una «unidad lo más pequeña posible». Está primero el método directo de dividir una cantidad conocida hasta que no se pueda seguir dividiendo: descomponer una masa conocida en cantidades cada vez más pequeñas hasta quedarnos con un solo átomo, o dividir energías conocidas hasta obtener un solo cuanto. El otro método, indirecto, consiste en observar algún fenómeno que no pueda explicarse a menos que supongamos la existencia de una unidad mínima.
En el caso de la materia, la necesidad de una teoría atómica vino a través de una serie muy nutrida de observaciones químicas, entre las cuales figuraban la «ley de las proporciones definidas» y la «ley de las proporciones múltiples». En el caso de la energía, fue el estudio de la radiación del cuerpo negro y la existencia del efecto fotoeléctrico lo que determinó la necesidad de la teoría cuántica.
En el caso del tiempo, el método indirecto falla... al menos hasta ahora. No se han observado fenómenos que hagan necesario suponer que existe una unidad de tiempo mínima.
¿Y por el método directo? ¿Podemos observar períodos de tiempo cada vez más cortos, hasta llegar a algo que sea lo más corto posible?
Los físicos empezaron a manejar intervalos de tiempo ultracortos a raíz del descubrimiento de la radiactividad. Algunos tipos de átomos tenían una vida media muy breve. El polonio 212, por ejemplo, tiene una vida media inferior a una millonésima (10-6) de segundo. Se desintegra en el tiempo que tarda la Tierra en recorrer una pulgada en su giro alrededor del Sol a 29,8 kilómetros por segundo. Pero por mucho que los físicos estudiaron estos procesos con detalle, no había ningún signo, durante ese intervalo, de que el tiempo fluyese a pequeños saltos y no uniformemente.
Pero podemos ir un poco más lejos. Algunas partículas subatómicas se desintegran en intervalos de tiempo mucho más cortos. En la cámara de burbujas hay partículas que, viajando casi a la velocidad de la luz, logran formar, entre el momento de su nacimiento y el de su desintegración, una traza de unos tres centímetros, que corresponde a una vida de una diezmilmillonésima (10-10) de segundo.
Más ahí tampoco acaba la cosa. Durante los años sesenta se descubrieron partículas de vida especialmente corta. Tan efímeras, que aun moviéndose casi a la velocidad de la luz no podían desplazarse lo bastante para dejar una traza medible. El tiempo que vivían había que medirlo por métodos indirectos y resultó que estas «resonancias» de vida ultracorta vivían sólo diezcuatrillonésimas (10-23) de segundo.
Es casi imposible hacerse una idea de un tiempo tan fugaz. La vida de una resonancia es a una millonésima de segundo lo que una millonésima de segundo a tres mil años.
O mirémoslo de otra manera, La luz se mueve en el vacío a unos 300.000 kilómetros por segundo, que es la velocidad más grande que se conoce. Pues bien, la distancia que recorre la luz entre el nacimiento y la muerte de una resonancia es de 10-13 centímetros. ¡Aproximadamente la anchura de un protón!
Pero tampoco hay que pensar que la vida de una resonancia es la unidad de tiempo más pequeña que puede haber. No hay signos de que exista un límite.
Referencia: 100 Preguntas Básicas sobre la Ciencia, © 1973 by Isaac Asimov