A principios del siglo xx se pensaba que la Tierra y los demás planetas estaban formados de materia arrancada del Sol. Y circulaba la imagen de una Tierra en gradual proceso de enfriamiento, desde la incandescencia hasta el rojo vivo, para pasar luego a un calor moderado y finalmente al punto de ebullición del agua. Una vez enfriada lo bastante para que el agua se condensase, el vapor de agua de la atmósfera caliente de la Tierra pasó a estado líquido y empezó a llover, y llover, y llover. Al cabo de muchos años de esta increíble lluvia de agua hirviendo que saltaba y bramaba al golpear el suelo caliente, las cuencas de la accidentada superficie del planeta acabaron por enfriarse lo bastante como para retener el agua, llenarse y constituir así los océanos.
Muy espectacular..., pero absolutamente falso, podríamos casi asegurar.
Hoy día, los científicos están convencidos de que la Tierra y demás planetas no se formaron a partir del Sol, sino a partir de partículas que se conglomeraron hacia la misma época en que el Sol estaba gestándose. La Tierra nunca estuvo a la temperatura del Sol, pero adquirió bastante calor gracias a la energía de colisión de todas las partículas que la formaron. Tanto, que su masa, relativamente pequeña, no era capaz en un principio de retener una atmósfera ni el vapor de agua.
O lo que es lo mismo, el cuerpo sólido de esta Tierra recién formada no tenía ni atmósfera ni océanos. ¿De dónde vinieron entonces?
Desde luego había agua (y gases) combinada débilmente con las sustancias rocosas que constituían la porción sólida del globo. A medida que esa porción sólida se fue empaquetando de forma cada vez más compacta bajo el tirón de la gravedad, el interior se fue haciendo cada vez más caliente. Los gases y el vapor de agua se vieron expulsados de esa su anterior combinación con la roca y abandonaron la sustancia sólida.
Las pompas gaseosas, al formarse y agruparse, conmocionaron a la joven Tierra con enormes cataclismos, mientras que el calor liberado provocaba violentas erupciones volcánicas. Durante muchísimos años no cayó ni una gota de agua líquida del cielo; era más bien vapor de agua, que salía silbando de la corteza, para luego condensarse. Los océanos se formaron desde arriba, no desde abajo.
En lo que los geólogos no están de acuerdo hoy día es en la velocidad de formación de los océanos. ¿Salió todo el vapor de agua en cosa de mil millones de años, de suerte que el océano tiene el tamaño actual desde que comenzó la vida? ¿O se trata de un proceso lento en el que el océano ha ido creciendo a través de las eras geológicas y sigue creciendo aún?
Quienes mantienen que el océano se formó en los comienzos mismos del juego y que ha conservado un tamaño constante desde entonces, señalan que los continentes parecen ser un rasgo permanente de la Tierra. No parece que fuesen mucho más grandes en tiempos pasados, cuando era el océano supuestamente mucho más pequeño.
Por otra parte, quienes opinan que el océano ha venido creciendo constantemente, señalan que las erupciones volcánicas escupen aún hoy cantidades ingentes de vapor de agua al aire: vapor de agua de rocas profundas, no del océano. Además, en el Pacífico hay montañas submarinas cuyas cimas, planas, quizá estuviesen antes al nivel del mar, pero ahora quedan a cientos de pies por debajo de él.
Acaso sea posible llegar a un compromiso. Se ha sugerido que aunque el océano ha ido efectivamente creciendo continuamente, el peso del agua acumulada hizo que el fondo marino cediera. Es decir, los océanos han crecido constantemente en profundidad, no en anchura. Lo cual explicaría la presencia de esas mesetas marinas sumergidas y también la existencia de los continentes.
Referencia: 100 Preguntas Básicas sobre la Ciencia, © 1973 by Isaac Asimov