Por Antonio Martínez Ron
“Me diagnosticaron la enfermedad de Parkinson hace más de dos años”. La frase forma parte de la confesión de un neurocientífico en las páginas de la revista Nature, un relato que bajo el título “Mi vida con Parkinson” aborda el dilema con el que se encuentra un investigador que sufre la misma enfermedad que está investigando. Hace un año, mientras asistía a una fiesta con otros científicos y algunas celebridades, alguien le preguntó por las investigaciones de la enfermedad, y en lugar de admitir que él tenía la doble condición de científico y enfermo, optó por dar una descripción lacónica de la enfermedad. “Yo tenía un secreto“, confiesa, “un secreto que no había contado a ninguno de mis colegas: yo tenía Parkinson”.
Su historia comienza hace cuatro años, el día en que, mientras rellenaba formularios del laboratorio, sintió que algo iba mal. “Después de unas cuantas páginas”, relata, “mi mano se convirtió en una masa temblorosa de carne y huesos, bloqueada inútilmente con un intenso rigor”. Por esa misma época había comenzado a investigar justo la enfermedad que le empezaba a atrapar, el efecto que la dopamina tiene en la actividad neuronal y el comportamiento. El diagnóstico se lo hizo un compañero investigador, de los que publicaban en las mismas revistas que él y que trabajaba en el mismo campo. Aunque no desvela su identidad, el científico tiene ahora 36 años y confiesa que su primera reacción fue no contárselo al resto de la comunidad científica y ocultar su condición.
“Me preocupaba ser menos apto para obtener las ayudas de investigación que necesitaba”, explica. “Me preguntaba si los estudiantes y los postdocs no tendrían recelos de unirse a mi grupo. Y, quizá, lo más importante, me preguntaba cuánto tiempo podría hacerme cargo de los experimentos, lo que más me apasiona del mundo”. Sacudido por la experiencia de no decir nada a sus compañeros de fiesta, a principios de año el neurocientífico decidió explicarles la verdad a sus compañeros de laboratorio. “Me llevó mucho tiempo”, explica, “pero fue una de las mejores decisiones que he tomado jamás. Todo el mundo me apoyó tanto que me sentí estúpido por haberme pasado cuatro años preocupado por su reacción”.
En los meses siguientes, su enfermedad se ha convertido en un detalle más que afecta mínimamente a su trabajo. La rigidez le impide realizar algunas pruebas, pero ahora conoce los síntomas en primera persona. Comprende que la enfermedad no afecta al entendimiento y que su mano, aunque aparentemente está bien, parece desconectada de las indicaciones de su cerebro. No cree que tener la enfermedad le haga más impaciente ni peor científico. “Mi condición como científico en activo me refuerza en mi fe en la importancia de los descubrimientos científicos“, sentencia. “Sobre todo, mi diagnóstico me hace desear hacer la mejor y más emocionante ciencia que pueda, porque el privilegio podría desaparecer para cualquiera de nosotros en el tiempo que dura un parpadeo [...] La vida es demasiado corta para esconderte de lo que eres. Tus colegas pueden sorprenderte y tú puedes todavía ser un gran científico a pesar de la enfermedad”.
Puedes leer la carta complete en: Neuroscience: My life with Parkinson’s (Nature)
“Me diagnosticaron la enfermedad de Parkinson hace más de dos años”. La frase forma parte de la confesión de un neurocientífico en las páginas de la revista Nature, un relato que bajo el título “Mi vida con Parkinson” aborda el dilema con el que se encuentra un investigador que sufre la misma enfermedad que está investigando. Hace un año, mientras asistía a una fiesta con otros científicos y algunas celebridades, alguien le preguntó por las investigaciones de la enfermedad, y en lugar de admitir que él tenía la doble condición de científico y enfermo, optó por dar una descripción lacónica de la enfermedad. “Yo tenía un secreto“, confiesa, “un secreto que no había contado a ninguno de mis colegas: yo tenía Parkinson”.
Su historia comienza hace cuatro años, el día en que, mientras rellenaba formularios del laboratorio, sintió que algo iba mal. “Después de unas cuantas páginas”, relata, “mi mano se convirtió en una masa temblorosa de carne y huesos, bloqueada inútilmente con un intenso rigor”. Por esa misma época había comenzado a investigar justo la enfermedad que le empezaba a atrapar, el efecto que la dopamina tiene en la actividad neuronal y el comportamiento. El diagnóstico se lo hizo un compañero investigador, de los que publicaban en las mismas revistas que él y que trabajaba en el mismo campo. Aunque no desvela su identidad, el científico tiene ahora 36 años y confiesa que su primera reacción fue no contárselo al resto de la comunidad científica y ocultar su condición.
“Me preocupaba ser menos apto para obtener las ayudas de investigación que necesitaba”, explica. “Me preguntaba si los estudiantes y los postdocs no tendrían recelos de unirse a mi grupo. Y, quizá, lo más importante, me preguntaba cuánto tiempo podría hacerme cargo de los experimentos, lo que más me apasiona del mundo”. Sacudido por la experiencia de no decir nada a sus compañeros de fiesta, a principios de año el neurocientífico decidió explicarles la verdad a sus compañeros de laboratorio. “Me llevó mucho tiempo”, explica, “pero fue una de las mejores decisiones que he tomado jamás. Todo el mundo me apoyó tanto que me sentí estúpido por haberme pasado cuatro años preocupado por su reacción”.
En los meses siguientes, su enfermedad se ha convertido en un detalle más que afecta mínimamente a su trabajo. La rigidez le impide realizar algunas pruebas, pero ahora conoce los síntomas en primera persona. Comprende que la enfermedad no afecta al entendimiento y que su mano, aunque aparentemente está bien, parece desconectada de las indicaciones de su cerebro. No cree que tener la enfermedad le haga más impaciente ni peor científico. “Mi condición como científico en activo me refuerza en mi fe en la importancia de los descubrimientos científicos“, sentencia. “Sobre todo, mi diagnóstico me hace desear hacer la mejor y más emocionante ciencia que pueda, porque el privilegio podría desaparecer para cualquiera de nosotros en el tiempo que dura un parpadeo [...] La vida es demasiado corta para esconderte de lo que eres. Tus colegas pueden sorprenderte y tú puedes todavía ser un gran científico a pesar de la enfermedad”.
Puedes leer la carta complete en: Neuroscience: My life with Parkinson’s (Nature)
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