Hay escritores que atesoran y acumulan libros, mientras otros les dejan de prestar atención una vez leídos. La formación de las bibliotecas particulares crea manías. Una serie de autores responde a la pregunta sobre el apego que se puede tener por ellos
Dos estantes de madera barata, amurados a la pared a los pies de la cama de la habitación de un niño que, cuando sea grande, será escritor. En los estantes, algunos cómics, libros de Mark Twain, de Bradbury, poesía.
La biblioteca como el rastro de una excentricidad, de una obsesión, como resguardo contra el olvido
Cinco estantes de madera barata, amurados a la pared a los pies de la cama de la habitación de un adolescente que, cuando sea grande, será escritor. A los cómics, a los libros de Mark Twain y de Bradbury, se han sumado Julio Cortázar, J. D. Salinger, Henry Miller, Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez.
Seis estantes de madera barata, amurados a la pared a los pies de la cama de la habitación de un piso de soltero de un varón joven que empieza a ser escritor. En los estantes hay dos hileras de libros más varias pilas sobre la mesa de noche más cinco pilas a los pies de la cama. Los cómics, Mark Twain y Ray Bradbury se mezclan ahora con Paul Auster, Dostoievski, Henry James, Scott Fitzgerald, Flaubert, Nabokov, Barthes, Faulkner.
Diez estantes de madera de roble a los pies de la cama de una habitación matrimonial de un hombre que es escritor; varios estantes de madera de color blanco en el pasillo que comunica la habitación con el baño; unos pocos estantes de madera de nogal en una hornacina originalmente construida para ser un exhibidor de vajilla; una estructura de madera indescifrable que cubre dos de las paredes del estudio y, finalmente, la bestia demencial, la nave madre: la biblioteca de piso a techo que recorre las paredes de la sala. Y en todas partes -en la habitación, en el pasillo, en la hornacina, en el estudio, en la sala- la orgía de lomos: ensayo, literatura norteamericana, francesa, española, latinoamericana, libros propios, clásicos, poesía, diez ediciones distintas -tapas duras, bolsillo, diversos idiomas- de Suave es la noche, de El mundo según Garp, de Madame Bovary. Y, en todas partes, la bestia múltiple se relame y se declara en triunfo porque, además, el escritor es joven y eso quiere decir que éste es sólo el comienzo. Y es un gran comienzo.
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-Tengo una relación alimentaria con mis libros -dice el escritor chileno Rafael Gumucio, autor de La deuda (Mondadori)-. Quiero devorarlos, consumirlos y luego, como un pollo rostizado que se enfría en la mesa, los abandono, los olvido, los dejo ir.
-Conservar los libros es conservar las huellas de mis lecturas -dice el escritor argentino Martín Kohan, autor de Cuentas pendientes (Anagrama)-. No son objetos fetiche, no los atesoro ni los venero; los retengo para poder volver sobre mi trabajo.
-Atesoro libros pero, paradójicamente, no estoy apegado a ellos -dice el escritor colombiano Héctor Abad Faciolince, autor de El olvido que seremos (Seix Barral)-. No los maltrato, pero no me importa demasiado perder algunos. Tengo con ellos una relación íntima y distante al mismo tiempo: no son parientes (no soy aprensivo con ellos), son amigos.
-Somos muy felices juntos. Y seguimos creciendo. En la salud y en la enfermedad y hasta que la muerte nos separe -dice Rodrigo Fresán, escritor argentino autor de El fondo del cielo (Mondadori).
-Me he mudado muchas veces -dice el escritor peruano Santiago Roncagliolo, autor de Tan cerca de la vida (Alfaguara)- y en cada una de ellas he regalado mis libros. Siempre he creído que mi vida debería pesar menos de 32 kilos, que es el equipaje que me traje del Perú a España. Todo lo demás es innecesario y te mantiene atado al pasado.
-Tengo con ellos una relación de necesidad (no puedo estar lejos de los libros), de culto (creo en la superioridad del libro), de complicidad (confío en los libros más que en la mayoría de las personas, las artes, las tecnologías) -dice el escritor argentino Alan Pauls, autor de Historia del pelo (Anagrama)-. No veo en mi biblioteca ningún alarde, ninguna suntuosidad, ni siquiera el brillo de un capital acumulado. Mi biblioteca es mi comunidad: ahí están mis interlocutores más amigos y más radicales; ahí están los que me sostienen, me discuten, me forman, me seducen, me inspiran, me mejoran.
La biblioteca no como una colección de libros -jamás como una colección de libros- sino como una huella. Como una forma de tener o no tener, de aferrarse o dejar ir. Una autobiografía. Un mapa del pasado y un intento de dibujar, sobre las aguas indescifrables de lo que vendrá, un gesto seguro porque, como se sabe, salvo error o inundación o incendio o naufragio, los libros siempre -siempre- estarán allí. A veces por suerte. A veces no tanto.
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La biblioteca como acumulación, como manía. La biblioteca como la primera de todas las pertenencias (se compran libros propios mucho antes de poder comprar la propia ropa), la biblioteca como cultivo, como cosecha, como carga. La biblioteca como pesadilla.
-Dije "mi biblioteca" la primera vez que tuve que mudarla -dice Alan Pauls-. El sentimiento: una mezcla de orgullo y de terror. Pensé: ¿cuántas veces en mi vida tendré que pasar por esto? Cada vez que tengo que mudar la biblioteca se me ocurre que es quizás lo único que podría hacerme dejar la literatura y cambiar de vida.
-Mudarse con los libros es una experiencia traumática -dice la escritora argentina Mariana Enríquez, autora de Los peligros de fumar en la cama (Emecé)-. Las empresas de mudanza obligan a poner los libros en canastos de mimbre gigantes. Yo suelo llenarlos hasta el tope y luego me piden que saque la mitad: en mi mente, los libros no pesan.
En un texto publicado en la revista española Eñe, que dedica una sección a que los escritores hablen de sus bibliotecas, Rodrigo Fresán relata el horror de mudar la suya. "Llego a mi casa y el pequeño ejército de mi mujer baja cajas del camión y las sube por una escalera y es como si yo contemplara el lento pero constante relleno de una pirámide: los tesoros de un faraón doméstico acumulados a lo largo de una vida", escribe Fresán. "El peso del pasado de un escritor es, también, el peso de la biblioteca".
La biblioteca como el rastro de una excentricidad, de una obsesión, de unos amores, de unos desamparos. La biblioteca como resguardo contra el olvido.
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Bibliotecas que se disolvieron en inundaciones o se deshicieron roídas por las ratas o fueron descuartizadas en divorcios escabrosos. Y personas. Personas que tienen pesadillas recurrentes con la última escena de la película El nombre de la rosa, en la que Sean Connery, en el rol de Guillermo de Baskerville, ve cómo la biblioteca de una abadía benedictina se incendia a su alrededor mientras él intenta salvar -infructuosamente- tres, cuatro incunables. Personas que, como Eduardo Mendoza, ante la pregunta de qué libro se llevaría a una isla desierta, responden: "Prefiero ahogarme en el naufragio".
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Héctor Abad Faciolince. Escritor. Colombiano. Su biblioteca -unos siete mil volúmenes- cruzó el Atlántico cuatro veces en dos mudanzas. No lo une a ella una relación de orgullo porque "es como tener una casa. Es algo tan necesario como tener techo, y uno no se enorgullece de los bienes de primera necesidad". Tiene una primera edición de Poeta en Nueva York, de Federico García Lorca, aunque no sabe cómo llegó a sus manos porque no recuerda haberla robado. Abandona y presta libros. No le importa que se manchen con comida o se estropeen. No tiene prurito en partirles el lomo cuando no se abren con facilidad. Si un incendio o un terremoto lo obligaran a huir de su casa no pensaría en qué libros llevarse sino en sus hijos y en su vida: "Los libros son secundarios. Si se pierden estos, otros sobrevivirán. Que se jodan los libros".
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-¿Cuál es la peor pesadilla relacionada con su biblioteca, que lo aplaste, que se incendie?
-Todas esas y alguna otra -dice Rodrigo Fresán.
-Que no entre -dice Alan Pauls.
-Mi peor pesadilla es que me mencionen este horrible tema -dice el escritor colombiano Daniel Samper Pizano, autor de La mica del Titanic (Aguilar).
-Que se me caiga encima -dice Martín Kohan.
"He llegado a tener un baño con paredes tapizadas de estanterías, lo que imposibilitaba el uso de la ducha y obligaba a bañarse con la ventana abierta para evitar la condensación -escribe Jacques Bonnet en Bibliotecas llenas de fantasmas (Anagrama)-. (...) Sólo la pared de mi dormitorio en la que se encuentra la cabecera de la cama ha quedado libre debido a un viejo trauma: me enteré, hace muchos años, de las circunstancias en las que murió el compositor Charles-Valentin Alkan, apodado el "Berlioz del piano": lo encontraron muerto el 30 de marzo de 1888, aplastado por su biblioteca".
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Alan Pauls. Escritor. Argentino. Subraya los libros y llena de notas las últimas páginas, pero nunca dobla las esquinas. Se desprende de varios volúmenes cada vez que se muda. Encontró un libro alemán para chicos, Der Struwwelpeter, de Heinrich Hoffmann, en circunstancias extrañas: "Tiene en la tapa a una especie de niño enano con una melena afro rubia y uñas larguísimas, vestido con calzas verdes y zapatos ballerina. Me lo leía mi abuela alemana cuando era chico. Lo gocé como un loco, lo aborrecí, lo perdí de vista. Cuarenta y cinco años después, a poco de morir mi padre (que había nacido en Berlín), lo encontré en un estante de su biblioteca cuando entré a su departamento para poner en orden sus cosas. La melena afro no podía ser más contemporánea: yo acababa de publicar una novela llamada Historia del pelo".
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¿Qué es lo que mueve a alguien a acumular objetos pesados, analógicos, anacrónicos, que según una clasificación torpe podrían dividirse en libros que nunca se han leído y que nunca van a leerse pero que se conservan "por las dudas"; libros que ya se han leído y que probablemente nunca vuelvan a leerse pero que se conservan de todos modos; y libros que aún no se han leído y que pasarán, en breve, a formar parte de alguna de las dos categorías anteriores? En su texto Desembalo mi biblioteca. Un discurso sobre el arte de coleccionar, Walter Benjamin dice: "Cuántas cosas surgen de la memoria una vez que uno se zambulló en la montaña de cajones para empezar a sacar los libros como de una mina a cielo abierto o, mejor dicho, de la noche cerrada. La forma más contundente de demostrar la fascinación de esta tarea de desembalar es la dificultad de abandonarla. Había comenzado a mediodía y llegó la medianoche antes de que hubiera llegado a las últimas cajas". En ese mismo texto Benjamin recuerda que, cuando le preguntaron a Anatole France si había leído todos los libros que poseía, respondió: "Ni la décima parte. ¿O usted tal vez come todos los días en su vajilla de Sèvres?".
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Rodrigo Fresán. Escritor. Argentino. No heredó libros. Todos los que tiene son adquiridos -o robados- por él. Evita prestarlos y puede montar un escándalo si se manchan con comida. Jamás subraya, jamás dobla esquinas, jamás quiebra lomos. Tiene un hijo de cuatro años a quien sólo permite tomar alguno "bajo estricta vigilancia". Ha transportado de una ciudad a otra más de mil kilos de papel. Tiene un ejemplar de The stories of John Cheever, firmado por Cheever, que compró a 25 centavos de dólar, y un ejemplar de la primera edición de Matadero Cinco en cuya primera página se lee "To R. from K.". Solía comprar diversas ediciones de una misma obra y llegó a acumular quince de El mundo según Garp, de John Irving.
-Si le prestan un libro, lo lee, le gusta y sabe que es inconseguible, ¿qué hace?
-Lo miro fijo, lo sigo mirando fijo, lo miro fijo un poco más. Y así hasta que suceda un milagro.
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Andrés Trapiello, español, autor de Los confines (Destino), tiene su biblioteca en dos casas, una en Madrid, otra en el campo extremeño.
-Que esté dividida tiene una desventaja: no encuentras nunca el libro que necesitas, pero también una gran ventaja: nunca pierdes la esperanza de encontrarlo en la otra.
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